lunes, 10 de noviembre de 2008

El mejor de los enemigos. Cuento publicado en Ubikverso

El mejor de los enemigos

Marco Ángel

Es sólo la entropía. Cuando funcionaba, la academia enseñó que todo sistema tiende al equilibrio eterno. Ahora nuestro imperio se somete a esa ley. Sin embargo, parecía que nosotros podríamos evitar la degradación por milenios.
Yo no sé si los silak son el poder armado del destino —como gustan decir los sacerdotes, pero hacen cumplir para nuestra sociedad la profecía que todo organismo tiene escrita desde el origen: la de su propia muerte. Otrora invencibles, hoy peleamos en retirada, casi por inercia y con la moral quebrada. Pero la desesperación hace más dura la defensa; tanto para el que resiste como para el que ataca: para nosotros porque luchamos en la angustia, para ellos porque tienen que enfrentar un valor a veces suicida. Ni eso ni nada cambiará los hechos; ellos son mejores que nosotros: sus naves, sus tácticas, su paciencia. A pesar de todo, puedo decir con orgullo que por más de 40 años fuimos un oponente digno; hasta que el equilibrio se quebró y luego nuestro imperio, y luego la esperanza.
Una vez vi a un silak. Su nave se había estrellado en un ataque a una base y por alguna razón el mecanismo de autodestrucción no se activó. Los soldados lo sacaron a rastras con una cadena. Él no articuló sonido mientras los hombres lo golpeaban y escupían; su actitud parecía mostrar dignidad (aunque nunca se sabe qué es lo que esos seres quieren mostrar). Lo ataron a las orugas de una nave de tierra y soltaron a los perros; el silak trató de defenderse en vano. Cuando los perros ya lo estaban mutilando, los soldados pararon la carnicería para fingir un juicio sumario y luego matarlo a patadas. Cosas como esa le suelen pasar a los prisioneros y no se puede cambiar la situación; cuando los guerreros están largas temporadas en el espacio no es recomendable imponer restricciones o acabarían comiéndose entre ellos.
Esta ferocidad y la disciplina sirvieron a la grandeza del imperio. Dondequiera se aceptaban nuestras condiciones para el intercambio, so pena de arreglar desacuerdos con nuestra flota (en ese entonces «¡la más poderosa del universo!»). Los pactos siempre eran una prórroga, de alguna u otra manera todos acababan viéndoselas con nuestra armada. Las razones nunca fueron importantes; los historiadores afirmaban que el motivo era económico; los oficiales sabemos que nada podía contener el ánimo de nuestro ejército. Esa era la clave de nuestra invencibilidad… cuando éramos invencibles. Pero entonces se nos atravesaron los silak.
Los primeros contactos fueron extraños y esporádicos. Casi puede decirse que no supimos cómo aparecieron, de dónde venían, cómo eran exactamente. Primero intentamos granjearnos su confianza, saber cómo pensaban, qué poseían, cómo podrían defenderlo. Calculamos que sin problemas podríamos ganar en unos treinta años.
Pasaron los treinta años y estábamos tablas; las fuerzas parecían trabadas e iguales. Pero la armonía tensa de combates frecuentes se rompió en el año treinta y nueve cuando, de un espléndido golpe de mano, rompimos su línea con casi toda nuestra armada. Cientos de bastiones cayeron en nuestras manos. Los medios celebraban que nuestros chicos habían puesto al monstruo de rodillas. En los consejos se explicaba que eliminar al mayor de nuestros enemigos requeriría sólo tiempo y sangre fría. Todo era cierto. Eso fue lo que nos perdió.

La academia enseñaba que el que desespera suele romper las reglas. Nosotros demostrábamos el fenómeno: llevábamos a las civilizaciones inferiores al límite; les hacíamos patente su derrota, jugábamos con su angustia, contrariábamos sus esperanzas y actuábamos sin remordimientos, una vez que ellos violaban los pactos. Después de las victorias decisivas el guión era el mismo: requeríamos una capitulación inaceptable, luego enfrentábamos una defensa encarnizada y, ulteriormente, esa tozudez justificaba el incremento de las demandas o la negativa a toda negociación. El arte es lograr la solución éticamente: con la limpieza de quien extirpa una hernia y no una especie.
Sorprendentemente, los silak lucharon apegados a tratados previos. No sirvió provocación alguna; sólo parecían esperar un cambio; como si fuéramos a ofrecerles una paz que perdieron para siempre cuando empezamos a ganar la guerra. «Morirán como caballeros» reconocían algunos, y en los bares se oían brindis por «la gentileza en extinción» entre risotadas de borrachos.
El alto mando apuntó: «el vencedor absoluto no sufre recriminaciones». Las órdenes fueron precisas. Masacramos civiles y potencias neutrales que los hubieran apoyado. Cortamos comunicación y derribamos sus naves de contacto diplomático. Después de la guerra ya habría lugar para arrepentimientos. Nuestros científicos tendrían tiempo escribir una historia objetiva y, como parece agradarles, echarnos en cara nuestras astucias.
Cuando cayó el último bastión, la euforia se desató. Las fábricas pararon, la gente salió a bailar a las calles, los desconocidos se abrazaban, los parques se volvieron espacios de fiesta. También hubo desmanes y la disciplina se relajó unos días. Pero habíamos ganado, no importaba nada más. Les habíamos ganado y no importaba cómo. Simplemente habíamos ganado…
Pero sí importó.

Todavía celebrábamos la victoria cuando llegaron los primeros comunicados. En un principio no entendimos nada; nosotros sabíamos que los habíamos hecho pedazos, que era cosa de tiempo añadirnos sus fronteras. Así lo creímos por una semana bendita, la última de felicidad e ilusión que recordaremos. Mas nuestras patrullas hablaban de naves silak en un número difícil de creer, incluso para quienes vimos a la flota imperial el primer día de nuestra desafortunada gloria.
Ahora lo sabemos con certeza: en la vastedad del dominio silak, nosotros iniciamos una riña contra una colonia de una orilla austral, una Siberia extraterrestre para convictos y condenados. Les hicimos el doble favor de eliminar a sus indeseables y de justificar nuestra propia extinción. Cumplimos el papel de la víctima en un juego en el que creíamos ser diestros. Reconozco sin rencor que obrando mal ellos son muy buenos; mejores que nosotros.
En la segunda guerra (o segunda etapa de nuestra eliminación, según la perspectiva silak), el imperio silak convirtió la ex-colonia en campo de entrenamiento. De un día para otro las batallas fueron realizadas de acuerdo a su agenda. Y, como era de esperarse, no contestaron —ni contestarán— ninguna señal.

Hemos abandonado mundos, detonándolos para que no caigan en sus manos. No parece importarles: un sector desierto no será un precio muy alto por nuestra extinción. Las caravanas que organizamos para huir fueron interceptadas una a una, hasta que renunciamos a invertir recursos en construir Arcas de Noé. Nuestro diluvio es ahora y no hay manera de escapar a su constancia minuciosa.
Todavía continúan regresándonos a los prisioneros después de curarlos y alimentarlos. Es casi un gesto de desprecio. Los primeros envíos fueron rechazados por algún comandante, pero ése es un desplante que ya no se permite bajo pena de corte marcial. Ahora cada soldado regresado es repuesto al combate como si hubiera tenido un descanso inmerecido.
Al cabo todo pasará como planeamos: unos son los que van a morir y otros saludarán sus restos. Quizás algún día se hablará de la belleza y la complejidad de una civilización extraña y algún antropólogo dedicará su vida al pasatiempo esnob de alabar lo que se destruye.

Publicado en Ubikverso:
http://ubikverso.avcff.org/ubikverso003/ubikverso003.pdf

Dante y las gaviotas del otonho

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